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El vuelo del ‘Mosco’: una breve historia del cannabis y el campo en Colombia

Desde hace más de cinco décadas, el cannabis se siembra como cultivo de exportación en Colombia. La bonanza marimbera arreció y menguó, la coca se convirtió en el principal foco de la “guerra contra las drogas” y el país legalizó el cannabis medicinal. Víctor Julio Saavedra, conocido como ‘El Mosco’, y miles de campesinos en todo el país, que durante décadas huyeron de grupos armados y autoridades, hacen parte de la industria. Hoy Colombia debate la regulación del uso adulto del cannabis y ‘El Mosco’ espera emprender su último vuelo: vivir en paz alrededor de la planta que ha sembrado más de media vida.

1. El ‘Mosco’

Una mañana de febrero, Víctor Julio Saavedra, un campesino santandereano de 55 años, descendió hasta un río a un centenar de metros de un cultivo de cannabis en la Sierra Nevada de Santa Marta. Luego de señalar dos águilas cabeciblancas que volaban sobre su cabeza, Víctor, conocido en la Sierra con el alias del Mosco o el Mosquito, se sentó en una roca pulida, como un huevo de dinosaurio, y observó el agua transparente bajo la sombra de una guadua.

Una gorra oscura y decolorada ocultaba cejas negras pobladas sobre ojos azul marino, que contrastaban con la piel tersa, tostada por el sol. Vestía su ropa de trabajo: un jean desteñido, camisa de manga larga oliva, tenis para caminar y un conspicuo reloj digital fucsia. Lo miró en algún momento. Ese día el ELN había decretado un paro armado, así que debía estar en casa antes del anochecer. No mucho tiempo atrás, a esa preocupación habría tenido que añadir el de la Ley. Aún le costaba acostumbrarse a que hoy podía sembrar y cultivar marihuana sin tener que esconderse o estar esperando la llegada de la Policía.

2. ‘El Mosco’, la selva y la coca

Saavedra lleva más de treinta años sembrando y cultivando marihuana en las faldas de la Sierra. Nació en La Belleza, un municipio de Santander no muy lejos de La Alegría y La Fortuna, cerca de la frontera con Boyacá. Creció en una familia de seis hijos. A finales de los 60, su padre se fugó con una prima menor de edad de su madre. Víctor tenía dos años y su hermana menor apenas dos días de nacida.

Su madre sacó adelante la familia. Tenía cultivos de mora, tomate de árbol y lulo, en los que Víctor empezó a trabajar desde los cinco años. En las laderas de la montaña, aprendió a preparar la tierra antes de sembrar, a combinar químicos y pesticidas para controlar las plagas, y a recoger las frutas en su punto justo. Las plantas, descubrió, eran “como los animalitos: si las alimentas bien, eso crecen bonitas, bonitas”, dice.

Campaña para impulsar la regulación del uso adulto del cannabis en Colombia.

Cuando tenía 13 años, un tío que tenía un cultivo de coca en San José del Guaviare lo convenció de irse a trabajar como raspachín. Se fue sin saber si volvería, pero pronto decidió quedarse. En Santander, recibía por un jornal alrededor de 80 pesos. Un buen día raspando, en cambio, podía hacerse hasta 1.600. Más allá del dinero, también le gustaba lo que ofrecían las selvas del Guaviare. Cazaba carne de monte y pescaba bocachicos en los ríos cerca del cultivo. En el Guayabero, eran tan abundantes que en ocasiones bastaba con golpear el fondo de la canoa con un remo para que algunos saltaran dentro.

Para lidiar con el calor, el hambre y el cansancio, Víctor y los demás raspachines consumían base de coca. El producto de cabecera cambió con la llegada de un grupo de recolectores del Tolima. Los marihuanos, como los apodaban, mezclaban la base con una variedad de cannabis a la que llamaban “mango biche”. Fue la primera vez que Víctor probó la marihuana. Desde entonces, se acostumbró a darle tres plones o tres caladas a un porro antes de acostarse para dormir mejor. También era una buena manera de abrir el apetito cuando estaba extenuado, descubrió. 

En 1984, el negocio de la coca de su tío se fue a pique luego del asesinato del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla por órdenes de Pablo Escobar. La zona se calentó y acabaron con los cultivos –así fuera brevemente–, por lo que Víctor se quedó sin trabajo. Varios compañeros le propusieron irse a la Sierra Nevada de Santa Marta a trabajar con la coca. La propuesta tenía una ventaja adicional: parte de su familia estaba allí. 

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3. La prohibición en Estados Unidos y “la serpiente de cascabel” 

Cuando abandonó a su mujer y a sus hijos, el padre de Víctor se fue a la Sierra. Uno de sus hermanos mayores lo siguió tiempo después. Era el comienzo de los años 70 y la bonanza marimbera estaba en pleno auge, impulsada principalmente por la demanda del mercado de Estados Unidos. Eran los tiempos finales del amor libre y el hipismo, y los traficantes norteamericanos habían descubierto una mina de oro en la marihuana del norte de Colombia. 

En Estados Unidos, el cáñamo, el nombre común que se le da a las tres variedades de Cannabis sativa (indica, sativa y ruderalis), la planta de la que sale la marihuana, se usa desde hace siglos tanto para consumo recreativo como para propósitos medicinales (en 1876, un artículo del New York Times publicitaba su capacidad para curar los edemas, por ejemplo). Su criminalización ocurrió a mediados del siglo veinte y en gran medida estuvo motivada por el racismo y la xenofobia, como se describe en el libro The Pot Book: A Complete Guide to Cannabis.

En 1914, el Harrison Narcotics Tax Act prohibió el uso de la heroína y el opio al considerarlas drogas peligrosas. El cáñamo, además del uso recreativo, tenía importantes aplicaciones medicinales e industriales en la economía estadounidense (se utilizaba y se utiliza para hacer cuerdas, ropa, zapatos, papel, textiles, entre otros). En parte por ello, se continuó sembrando sin restricciones durante la época de la Prohibición y hasta un par de años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.  

El principal responsable de la cruzada en contra del cannabis fue Harry J. Anslinger, un ingeniero y abogado de Pensilvania, designado por el presidente Herbert Hoover como el primer comisionado de la Oficina Federal de Narcóticos, el equivalente a la DEA actual. Anslinger, huérfano de poder tras el fin de la Prohibición, inició una campaña en contra del cáñamo. A principios de siglo, inmigrantes mexicanos habían introducido y popularizado el uso recreativo del cannabis en el sudoeste del país. Aprovechando los sentimientos xenófobos que aún persisten en gran parte de la población, Anslinger asoció “la marihuana” –hasta ese momento en Norteamérica se la llamaba cáñamo indio por su origen asiático; marijuana era el nombre de la planta en español– con el miedo a lo foráneo, las minorías y la violencia. “Vino de México y se esparció a lo largo del país con una velocidad increíble”, escribió Anslinger en un artículo para The American Magazine. “Usada en la forma de cigarrillos, es relativamente nueva en Estados Unidos, y como una serpiente de cascabel enrollada”. 

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En 1937, su campaña dio frutos con la aprobación del Marihuana Tax Act, una ley que reguló la planta y la hizo en la práctica ilegal en todo el país. Como suele ocurrir en esos casos, la legislación no acabo con el consumo y perjudicó principalmente a las poblaciones afroamericanas y mexicanas, que tuvieron tasas de arresto tres y nueve veces superiores a las de las personas blancas en el primer año desde que se aprobó. El estigma creció y la ilegalidad contribuyó a enormes alzas en los precios. Estos, en un principio, incrementaron los cultivos y las ganancias en México, el principal exportador a Estados Unidos hasta los años 60, cuando surgió la Santa Marta Gold, una variedad de cannabis que crecía en las estribaciones de la Sierra Nevada. Su nombre se derivaba de la capital del Magdalena y de su color leonado, y hacía honor a la Acapulco Gold, una célebre cepa mexicana. 

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4. El cannabis en Colombia: de la industria textil a la Santa Marta Gold

Colombia había seguido un camino diferente al de Estados Unidos en relación con el cannabis, aunque, al final, los resultados fueron similares. De la apatía, los gobiernos de mediados del siglo veinte pasaron a su aprovechamiento industrial y prohibición de cualquier otro uso, como cuenta Lina Britto en su minucioso libro El boom de la marihuana: auge y caída del primer paraíso de las drogas en Colombia. En 1947, las políticas del Gobierno del presidente Mariano Ospina Pérez ejemplificaron esa relación ambivalente con la planta. Por un lado, una de las primeras iniciativas del recién creado Ministerio de Agricultura fue importar semillas de cannabis desde la India para la industria textil del país. Por el otro, Ospina Pérez criminalizó la siembra, venta y distribución del cannabis y la coca. Los gobiernos siguientes endurecieron las penas, pero los cultivos continuaron creciendo y con ellos las campañas moralizantes en contra de la marihuana. Para 1966, doña Berta Hernández de Ospina, la esposa del presidente Ospina Pérez y una suerte antecesora criolla de Nancy Reagan, se quejaba de la publicidad que ofrecían las noticias sobre incautaciones de droga, pues esta llevaría a que “vagos y holgazanes” se dedicaran al comercio de la marihuana. 

El padre y el hermano mayor de Víctor fueron unos de esos “vagos”. Como ellos, a finales de los 60 y principios de los 70, miles de campesinos del interior del país llegaron a la Sierra Nevada de Santa Marta desplazados por la violencia, empujados por el desempleo o la falta de oportunidades, o atraídos por el oro vegetal. Allí, en medio de playas inexploradas, bosques de nieblas y selvas vírgenes, se encontraron con una industria incipiente asentada sobre bases antiguas y una favorable coyuntura internacional.

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Contrario a lo que dice la leyenda, los cultivos de droga en Colombia no comenzaron con los Cuerpos de Paz o visionarios y emprendedores gringos. La coca tenía una tradición milenaria y los trabajadores de la United Fruit Company habían empezado a plantar cannabis para su consumo personal por lo menos desde principios del siglo veinte. En la Sierra, de acuerdo con la investigación de Lina Britto, una variedad que se daba cerca en ciertas zonas cerca de la zona bananera y Dibulla, en La Guajira, se mezcló con cepas de Hawái y México para crear la Santa Marta Gold. La variedad inicial, además de su llamativo color dorado, tenía un alto porcentaje de delta-9-tetrahidrocannabinol o THC, uno de los 113 cannabinoides del cannabis y su principal componente psicoactivo, pero producía flores pequeñas. Cultivadores locales con ayuda de clientes estadounidenses al parecer experimentaron con las otras cepas hasta estabilizar la variedad. 

Ante la escalada de precios que produjo la ilegalidad y la demanda en Estados Unidos, muchos de los contrabandistas, intermediarios y cultivadores instalados en la Sierra comenzaron a reemplazar el café y otros productos por cannabis. El negocio era tan bueno –en 1974, un kilo de marihuana se vendía por $1.100 dólares, $6.675 dólares actuales, teniendo en cuenta la inflación– que pronto parte de la clase alta de la región –involucrada desde hacía décadas en el contrabando, una práctica ilegal, pero legítima, como afirma Britto–, la clase media urbana, los indígenas wayuu y campesinos del interior y la Costa entraron a hacer parte de él. Las modestas operaciones iniciales crecieron hasta dar lugar a una economía de exportación que transformó por completo el norte de Colombia entre 1972 y 1978. 

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5. La guerra contra las drogas y el ‘boom’ marimbero

Decenas de miles de hombres jóvenes de todo el país entre los que se encontraba el padre de Víctor limpiaban los bosques de las laderas de la Sierra y sembraban, cuidaban y secaban las plantas antes de seleccionarlas por su calidad o su tipo –además de Santa Marta Gold, se producía mango biche, concha de coco, rayada, negra y cafuche–, empacarlas, pesarlas y entregárselas a los transportistas. Biólogos y agrónomos estadounidenses los asistían junto a los marimberos o intermediarios –“marimba” es uno de los motes de la marihuana en el Caribe– para cuidar de cultivos que alcanzaron a cubrir 60.000 hectáreas, más de una y media veces la superficie de Medellín. Trenes de centenares de mulas cargadas con pacas de marihuana recorrían los caminos reales hasta puertos naturales en la Alta Guajira para que veleros de turistas, yates o buques comerciales recogieran las cargas y las escondieran en caletas. Miles de canoas descendían por los cuatro ríos de la Sierra repletas de bloques prensados que pilotos gringos retirados de la guerra de Vietnam luego recogían en aviones DC-3, DC-6 y DC-9. Aterrizaban en pistas improvisadas en medio del desierto o adecuadas en fincas ganaderas de socios que fingían ignorar lo que sucedía cuando aparecían las autoridades. En total, de acuerdo con un informe de la época de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras (ANIF), cerca de 150.000 personas hacían parte de la industria, incluidos el 80% de los agricultores de La Guajira

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Como ocurriría más adelante con la coca, la bonanza marimbera inundó de dólares el país, creó una nueva cultura, penetró la política y dictaminó el curso de la relación entre Colombia y Estados Unidos. En Barranquilla, Riohacha y otras ciudades de la Costa, aparecieron de repente mansiones de concreto, camionetas y autos de lujo, y armas automáticas bañadas en oro. Para celebrar un cargamento coronado, artistas de toda América tocaban en conciertos en pueblos recónditos o zonas de embarque. Diomedes Díaz, de fama somera en aquel entonces, cantaba en parrandas semanales donde los años del whisky diferenciaban la posición que los invitados ocupaban en el negocio. Los cantantes de vallenato entonaban los nombres de los marimberos más poderosos para ganarse su favor o agradecer sus preferencias.

La clase política regional y nacional, militares y policías también obtenían tajadas o participaban de manera indirecta en las exportaciones. Según la Comisión de la Verdad, para 1976, “las exportaciones de cocaína y marihuana eran la tercera parte de las exportaciones de café y constituían la mitad de todas las exportaciones colombianas”. La penetración era tal que, a mediados de los años 70, diplomáticos estadounidenses hablaron directamente con el presidente Alfonso López Michelsen para advertirle sobre el involucramiento de generales, empresarios y familiares de ciudadanos prestantes (entre otros, un sobrino del futuro presidente Julio César Turbay). 

Con el auge de la bonanza, Estados Unidos se interesó cada vez más en Colombia. Luego de un intento fallido de legalización, el gobierno de Carter cedió al péndulo político y apretó la “guerra contra las drogas” que había emprendido Nixon, en 1970, luego de la aprobación de la Ley de Control y Prevención Comprensiva del Abuso de Drogas, que ubicó al cannabis en el nivel de clasificación más restringido junto sustancias como la heroína, el peyote, el LSD, entre otras. Según la legislación, la marihuana tenía un alto potencial para el abuso, carecía de usos medicinales y no había seguridad para utilizarla incluso bajo supervisión médica. A pesar de la ausencia de estudios científicos, gran parte de la población creía que el cannabis representaba un peligro para la juventud, tal y como Anslinger había insistido décadas atrás y doña Berta Hernández hacía no tanto.

El interés estadounidense fue en gran parte la causa del fin del boom de la marihuana en Colombia. Mediante promesas de ayudas económicas, sobre todo, el gobierno de Carter presionó al gobierno colombiano para que dejara de hacerse el de la vista gorda con lo que ocurría en la Costa. En 1978, el presidente Turbay asestó un golpe definitivo con la Operación Fulminante, un enorme operativo, plagado de denuncias de violaciones a los derechos humanos, en el que se destruyeron más de 10.000 hectáreas de cultivos de cannabis y se decomisaron 3.500 toneladas de marihuana, 97 aviones y 78 barcos. Los resultados también incluyeron centenares de capturas de campesinos, por lo menos 18.500 familias que se quedaron sin sustento y un vuelco a la economía del 80% de los agricultores de la región

Para los marimberos, la irrupción de las autoridades menoscabó la suerte de pax romana que reinaba entre ellos. Los ingresos se redujeron –entre 1980 y 1981, la cantidad que ingresó al país a través de la “ventanilla siniestra”, la oficina del Banco de la República que cambiaba dólares a cualquier ciudadano sin ningún tipo de requisito, pasó de casi 1.240 millones de dólares a cerca de 873–, y la competencia por la torta, cada vez más pequeña, arreció. Según el análisis de Lina Britto, esto incrementó la violencia y desató varias de las célebres vendettas por las que hoy mucha gente teme a los guajiros. Fue el primer capítulo de la “guerra contra las drogas” en Sudamérica, y el preludio de lo que ocurriría con la coca, que ganó terreno al tiempo que la marihuana lo perdía. 

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6. ‘El Mosco’ se encuentra con la ley 

Para 1984, cuando Víctor Julio Saavedra llegó a la Sierra, las cosas no eran lo que solían ser, como le dijo su hermano mayor cuando se encontraron. La mayoría de cultivos de la reserva forestal, una de las zonas más apetecidas por los marimberos, habían desaparecido y ya no se veían las toneladas de pacas dirigiéndose en mulas o canoas hacia los puertos o las pistas de aterrizaje. En cuanto a su padre, había muerto mientras conducía una caleta por el río en medio de una tormenta. Un rayo partió una rama de un caracolí que le abrió la cabeza. Murió desangrado en una orilla, le dijo su hermano. 

El nuevo furor era “la pajarita”, la variedad de coca que se sembraba en la Sierra desde por lo menos el siglo primero. Difería de la que Víctor había aprendido a procesar en San José del Guaviare, pero no creía que hubiera mayores diferencias. 

Se instaló en una finca y en un terreno cercano sembró cilantro, lulo y cannabis. Cuando la primera cosecha de esta última estaba lista, subió hasta el cultivo, pero encontró todas las plantas peladas. Consternado, miró a su alrededor hasta que encontró a las culpables. Un grupo de ardillas habían devorado la marihuana. Les encantaba, al igual que a las gallinas y a los cerdos, descubrió. 

Buscó cualquier forma para sobrevivir. Ayudó a sembrar coca y enseñó a los cultivadores a procesarla usando urea, con lo que se ganó el apodo de ‘El Mosco’. Trabajó con ella hasta que el “Señor de la Sierra”, el comandante paramilitar del frente Resistencia Tayrona Hernán Giraldo, ordenó arrancar las matas. También cocinó como chef en Teyuna o Ciudad Perdida, el antiguo asentamiento Tayrona que hoy es Patrimonio de la Humanidad; participó en el contrabando de gasolina desde la frontera venezolana; manejó una buseta, y en todo momento crio cerdos y gallinas y sembró tomates, plátano, yuca, malanga y cannabis, que le vendía a los turistas para apuntalar sus otros ingresos y mantener a sus seis hijos (cinco mujeres y un hombre). En 1995, se topó por primera vez con la Ley. 

Una mañana, mientras bañaba sus cerdos, un grupo de hombres vestidos de civil se le acercó y le preguntó sobre las casi cincuenta plantas de cannabis que tenía sembradas en su jardín. Son para mi consumo personal, mintió Víctor (en 1994, la Corte Constitucional había reconocido el derecho al consumo y porte de la dosis personal de determinadas cantidades de drogas). ¿Cincuenta?, le preguntaron con sorna. 

Los hombres eran policías de la Seccional de Investigación Judicial y Criminal, Sijín. Un par de ellos se quedaron con Víctor y los demás rodearon la casa. Al verlos venir, la esposa de Víctor corrió a esconder una paca de marihuana que tenían lista para vender. Afanada, buscó un escondite. Mientras los policías se acercaban, levantó una gallina que tenía su nido al lado de la sala. Estaba acomodando la marihuana bajo las plumas del ave cuando escuchó una voz a sus espaldas: “Señora, déjeme eso quieto o me llevo la gallina y los huevos también”.

Arrestaron a Víctor y le tomaron una foto con los 280 gramos que planeaba vender. Al juez, Víctor le contó de modo cándido que vivía de vender chorizos y que le gustaba fumar en las noches. Lo soltaron al día siguiente por compasión, pereza o porque realmente no valía la pena gastar recursos acusándolo. 

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Quince años después, tuvo su segundo encuentro, esta vez con la división de antinarcóticos. En un terreno de sus suegros, cerca de la vereda Calabazo, tenía una hectárea sembrada con cannabis en un filo de la montaña. Eran casi 3.000 plantas con las que ganaba entre 300.000 y 400.000 pesos semanales. Una madrugada, preparaba tinto en un cambuche cercano al cultivo cuando su perrita Sol comenzó a ladrar como loca. Sin aviso, un hombre armado apareció al frente: “¡Quieto, hijueputa!”, le gritó. Víctor salió corriendo filo abajo, pero el machete se le enredó en un árbol y lo alcanzaron. Eran 12 policías. Pensé que eran de la guerrilla, se excusó Víctor.

Les preparó agua de panela, los ayudó a limpiar un terreno para que el helicóptero aterrizara un helicóptero y les suplicó que no le cortaran las matas ni le destruyeran el rancho. Lo bajaron hasta un batallón en el helicóptero. El mayor de la Policía responsable de su arresto lo interrogó antes de presentarlo ante un juez. Víctor fue honesto y le dijo que el cultivo era suyo y que a menudo le vendía la marihuana a los turistas que llegaban al Parque Tayrona. Consternado, el mayor le dijo que no fuera a decir nada de eso durante su audiencia. Le había caído bien y le recordaba a su padre, así que no quería que terminara preso. Usted se encontró el cambuche y decidió aprovecharlo para descansar, pero el cultivo no era suyo, le dijo. De hecho, usted no sabe de quién es. Salió libre al día siguiente. 

7. La regulación del cannabis

Después de sus dos encuentros con la ley, Víctor continuó sembrando, aunque cada vez con más prevención. Lo ocurrido lo marcó: la primera vez que probó el aceite de cannabis y lo abrazó la paranoia, a quien veía venir detrás de cada árbol era a la Policía. 

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En la Sierra, sin embargo, experimentó con la genética de las plantas aprovechando que otras personas traían semillas nuevas desde Europa y Norteamérica. Allí, poco a poco, el cannabis había ganado espacios en la legalidad. En el año 2000, varios estados gringos habían reglamentado por primera vez el uso del cannabis medicinal. Al año siguiente, Portugal despenalizó la posesión de las drogas para uso personal.  En 2012, Colorado, se convirtió en el primer estado del país norteamericano en regular el uso adulto o recreativo de la marihuana. Un año después, Uruguay siguió el mismo camino. Canadá hizo lo propio cinco años más tarde. 

El patrón parece seguir expandiéndose, al menos en Occidente. En América, son cada vez menos los países en los que sigue siendo ilegal el uso medicinal y el uso adulto. En Estados Unidos, en 2022, Joe Biden, antaño uno de los arquitectos recientes de los más recientes capítulos de la “guerra contra las drogas”, perdonó a todas las personas condenadas por posesión simple de marihuana –alrededor de 6.500–. 

En Colombia, el cannabis siguió un camino similar. En 2016, mientras Víctor experimentaba con nuevas variedades, el gobierno colombiano reglamentó el uso medicinal. La decisión trajo cerca de más de 290 millones de dólares en inversión extranjera. Decenas de compañías sembraron cultivos en todo el país, incluida la Sierra. 

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En 2018, el gerente de Pharmacol, una de esas empresas, llamó a Víctor. Tenían problemas con sus plantas y, en la zona, todo el mundo sabía que ‘El Mosco’ era bueno con el cannabis. Entró a trabajar como cultivador con un sueldo fijo y prestaciones. Las matas estaban secas, así que las regó y abonó hasta que se pusieron repollonas y de un verde encendido. “Toca cuidarlas como a la mamá en la casa”, dice. Por primera vez en más de dos décadas, pudo dedicarse a la marihuana sin tener que estar cuidando sus espaldas.

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También aprendió nuevas formas de sembrar. Las cosas se hacían diferente en Pharmacol. En su casa, mezclaba cisco de arroz, hormigón –hormigueros secos–, arena, hojas y 50 litros de agua con un litro de formol como abono. Usaba todo tipo de pesticidas para lidiar con las plagas y ponía a secar los moños o rosas, como las llama, sobre techos de zinc. 

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En Pharmacol, como en otras empresas, se siguen protocolos estrictos para poder cumplir con las regulaciones internacionales y exportar a países como Australia o Suiza. Una planta de tratamiento desaliniza, filtra y limpia el agua con que se riegan las plantas. Soluciones dosificadas de químicos tratan el agua para mantener el pH neutro. Cada planta que se va a dar de baja tenía que reportarse al Ministerio de Justicia y el ICA, el Ministerio de Salud, el Invima y el Fondo Nacional de Estupefacientes supervisaban lo que ocurría en el cultivo. 

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Hay un agrónomo y un master grower que se encargan de mantener las condiciones ideales para el crecimiento de las plantas.  Hacen experimentos para producir nuevas variedades con las características que buscan los clientes, y análisis fenotípicos, genéticos y de potencia para evaluar cada cosecha. Las flores se secan en cuartos sellados donde la humedad se mantiene por debajo del 70% y la temperatura oscila entre los 18° y los 25° C. Un grupo de mujeres manicura las flores para que los moños queden perfectos antes de que se empaquen al vacío. 

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Por su nuevo trabajo, el Mosco conoció la gelato, la white berry, la northern lights y decenas de otras variedades de cannabis. Motivado por Nicolás Valencia, el master grower de Pharmacol, a finales de 2022, entró a internet para aprender cómo hacer una reproducción asexual de las plantas que le garantizara solo hembras (lo ideal en los cultivos una vez se tiene la genética deseada es clonar las matas, no reproducirlas). Disfrutaba probando nuevas técnicas y sembrando unas cuantas matas en su casa para su consumo personal. 

En diciembre pasado, el senado colombiano aprobó en cuarto debate una reforma constitucional para regular el uso adulto de cannabis. Faltan otras cuatro discusiones en la plenaria para que se apruebe de manera definitiva. Adicionalmente a esto, el Plan Nacional de Desarrollo (PND) del Gobierno Petro incluyó un artículo que plantea una nueva política de drogas para la próxima década. Esta busca cambiar el enfoque hacia la prevención del consumo desde la salud pública y regular las drogas. 

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Si el Congreso aprueba el PND y la iniciativa para reglamentar el uso responsable del cannabis, el mercado legal entraría a competir directamente con el mercado negro que hoy surte a los más de 1,5 millones de consumidores del país. En lugares como Caloto, en Cauca, miles campesinos como Víctor reciben semillas de igual o mayor calidad que las que utilizan empresas como Pharmacol. Los procesos no cumplen con las mismas regulaciones, pero los productos finales son comparables, de acuerdo con Nicolás Valencia. En esa medida, dependiendo de los impuestos que decidan cobrarse, el mercado legal podría estar condenado de antemano frente al ilegal. Por otro lado, si el mercado negro desaparece, esos miles de campesinos perderían su sustento, por lo que es necesario ofrecerles alguna opción.  

A Víctor, la regulación del cannabis de uso adulto puede abrirle nuevas oportunidades como cultivador. Un estudio de 2019 de Fedesarrollo encontró que la industria del cannabis medicinal genera en promedio 17,3 empleos formales por hectárea. De acuerdo con las proyecciones que se hicieron en ese entonces, se esperaba que esta generara casi 27.000 empleos para 2030. Esa cifra posiblemente se multiplicaría con la aprobación de la nueva ley. 

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En su casa, el Mosco podría tener acceso a más semillas para seguir cruzando y probando más variedades. Allí, junto a una marrana preñada, casi 100 gallinas, cuatro perros -Chucky, Valiente, Cacique y Capitán- y al menos dos gatos, tiene una veintena de plantas para su consumo personal. Una tarde de febrero, no podía evitar sonreír mientras acariciaba las hojas de siete y nueve puntas de sus indicas y sativas. “Es lo más lindo que me ha pasado en la vida trabajar con el cannabis legal, con esos cruces”, dijo. Hacía pocos días había comprado los químicos que, según internet, necesitaba para reversar la sexualidad de las plantas macho luego de hacer un cruce. Planeaba hacer el experimento en los próximos días. “Sólo me falta aprender eso”, dijo. “Es lo último que quiero saber de la cannabis”.